El blog me ha dado muchas oportunidades de poder expresarme, de dar mi opinión, de plasmar como me sentía en determinados momentos, así que hoy si os apetece me gustaría contaros algo.
Antes mi imaginación era más grande y mi vocabulario menor. Supongo que le pasa a mucha gente con el paso del tiempo. Siempre desde muy pequeña solía agarrar un libro y no lo soltaba hasta que lo terminaba. Posteriormente, en mi adolescencia, mi gusto por la lectura lo compartí con la pantalla grande y allí vi historias que por ser las primeras con una temática más adulta y en ese tipo de salas tenían un encanto que a veces uno no le sabe encontrar ahora. Pero el cine desde entonces es una de mis grandes pasiones. Al teatro tardé más en descubrirlo y no lo he frecuentado demasiado.
Yo viví mis primeros años en un pueblo madrileño antes de venir a la ciudad en la que vivo ahora pero la memoria es frágil. Después de poner el ave a mediados de los noventa aprovechamos para ir un par de navidades seguidas a la capital, y no fueron las visitas afortunadamente todas dedicadas al comercio, porque las tiendas a mí me aburren bastante. Desde entonces guardo un recuerdo cariñoso de Madrid, probablemente auspiciado por los buenos momentos de aquella época y porque no es lo mismo experimentar la ciudad como un turista que con el día a día de los de allí. Y os estaréis preguntando qué tiene que ver todo esto con el blog.
Por aquel tiempo también vi mi primera obra de teatro, al menos en mis recuerdos, cinco años después de esas visitas adolescentes, de nuevo en navidad, bueno, era musical, pero también cuenta, en una época en la que ya antes me había dado por afición agarrar un bolígrafo y ponerme a escribir en mi tiempo libre como hace otra mucha gente (os podéis imaginar con que resultados a esas edades, pero eso era lo de menos si te gustaba). Recuerdo que volví muy contenta, pero por azares y situaciones no regresé a la capital en un periodo muy largo.
Pero el motivo no sé muy bien por qué que me llevó a este artículo es un pequeño escarceo que tuve con el mundo del teatro cuando tenía dieciséis años que me gustaría compartir con vosotros. Yo iba a un instituto en el cual había optativas con un sistema de estudios anterior al de ahora. En primero el dibujo sí que era obligado (un desastre, porque nunca heredé el buen hacer por los pinceles y lápices de mi padre y mi hermana y siempre he temido a un compás), en segundo lo intenté con la informática en unos tiempos en que Bill Gates estaría estudiando todavía o que en España las cosas tardaban más en llegar así que el 10 esc 20… tampoco fue lo mío. En tercero elegí letras puras y otra vez me cambié de optativa, y esta vez escogí el teatro. Cuando marqué la x casi quise huir en busca del tipex pero era aquello o lo malo conocido (no en vano mi única experiencia cercana al medio había sido una lectura en voz alta común de Don Juan Tenorio).
Recuerdo que teníamos dos partes a aprobar: la teórica y la práctica. Para la primera me compré un librito (bueno, más bien me compraron) en cuya portada había dos caretas dibujadas, una sonriente y otra triste al estilo de las que hay sobre la puerta de entrada al escenario de la guindalera. Luego estaba la práctica y aquello podía ser duro si te lo querías tomar así o elegir otro camino echando el resto porque suspender dos evaluaciones de matemáticas tiene su “encanto”, pero que te quede alguna de teatro no sé yo.
La profesora era una mezcla entre severa y parecer estar pasando un rato divertido a nuestra costa, más lo primero así que tu pensamiento era yo hago de gato, modelo de pasarela y lo que dios quiera con tal de sacar esta asignatura adelante. No digo que no fuera para mí la actitud más correcta pero tuve otros profesores que sí me gustaban más. Eso sí, surtía efecto el “o sales o te pongo un cero”J, igualito que ahora, ¿eh? Y lo hacías. Pero el caso es que para la edad tan tonta en la que me pilló no me disgustó (en gran medida gracias a que no tuve que memorizar ningún texto y casi todo salía de tu improvisación y ese año no tenía yo vergüenza en el buen sentido).
A finales de curso nos visitaron unos ex alumnos, un par de chicos que tendrían unos años más que nosotros (tranquilas, ninguno era Raúl) y nos requirieron para grabar un par de escenas en el centro con el fin de realizar un cortometraje. Hicimos un ensayo en el aula de la primera, en la cual entraba un atracador con pistola (imaginaria, por supuesto) que apuntaba al techo, y al clic nos tirábamos debajo de la mesa para después correr por el pasillo y terminar haciéndolo escalera abajo. Recuerdo que pensamos entre compañeros como nos lanzaríamos, la manera de hacerlo o expresarlo. No habría hecho falta. Cuando el petardazo, ahora real, sonó al día siguiente, esta vez sí en el rodaje, nos dimos más de un coscorrón muy natural al agacharnos con las mesas para luego salir como alma que lleva el diablo por la puerta. Fue una experiencia muy divertida (tanto que se tuvo que repetir toma porque más de uno salió riéndose mirando a cámara en la huida) y el muchacho tuvo la deferencia de mostrarnos el corto una vez ya montado (no me acuerdo de lo que trataba pues no dejó una huella lo que se dice honda en mí). Eso sí, todavía debe perdurar mi momento en la segunda secuencia que hicimos en el que dos o tres me adelantan por la escalera ante la situación de o bajo poco a poco o me la pego en algún cajón de vhs olvidado.
Al final aprobé y aquella pequeña experiencia con el medio empezó y finalizó allí. Será el respeto, pero el año pasado tuve entre mis manos un folleto de un curso de teatro que me tiró para atrás al ser anual. Este año cuando abran las matrículas en septiembre sí me gustaría hacer algo para pasar un buen rato, pero no sé si tendré valor para tirarme a la piscina en esa materia.
Mi gusto por el cine y la lectura sí que se tradujo más en agarrar algún bolígrafo y en escribir por afición historias teniendo en cuenta las limitaciones o las posibilidades de mejora que uno puede tener. Ha habido muchas cosas, hechos, lugares, personas y personajes que me han hecho escribir en al menos una ocasión entre ellas Fermín y Raúl, que al fin y al cabo fue el que lo interpretó. Pero para despedirme os dejo un fragmento que le dediqué a la guindalera tras mi primera visita, ese maravilloso efecto colateral de el internado y Raúl desde el punto de vista hipotético de muchos años después.
“Y súbitamente llegué a aquella calle y enseguida la asocié con aquella vez. Yo que siempre había sido de pasiones por recopilar cosas como he explicado antes, también lo era de que me diese fuerte por ello y luego olvidarlo rápidamente. Todo era muy diferente, había gente por todos lados no como aquel día y aquella casa vieja había desaparecido. Allí seguía aquella puerta abierta, en cuyo interior lo había pasado tan bien. No sé por qué quise pasar de largo y ni siquiera quise entrar como si aquel pasillo del interior me hubiese ofendido. Pero debí dudar un instante.”
La casa de momento todavía sigue allí. Y espero que el teatro lo esté mucho. Nunca he tenido tantas dudas a la hora de entrar en él para bien, pero sorprendentemente como en este párrafo volví, dos veces, una ocho meses después y otra el pasado enero. Lo de seguir la trayectoria de Raúl por aquí como podéis comprobar aún no se me ha pasado.