
Hoy me toca a mi hablar sobre el último capítulo de la temporada, así que ya os podéis imaginar que esto va a ser largo y que voy a decir cosas malas, pero también alguna buena. Así que sin más preámbulos, poneos cómodos y, si sois capaces de leerlo entero, hacedmelo saber para subiros a los altares. :P
Allá vamos.

Se acabó lo que se daba. El cacareado último día llegó y se marchó dejando a su paso la estela representativa de lo que ha sido esta temporada: algún momento para recordar, varios para olvidar y términos medios, agua tibia de la que no da ni frío ni calor. Hablando en plata, mediocridad.
Ganamos en este capítulo, en su plenitud, al Héctor recuperado, al espíritu de lucha que nunca debió dejar de mostrar. La trama de Héctor ha sido siempre la de los Espí, y mantenerle alejado de ella, convirtiéndole en el hombre bueno que no se entera de nada, no ha favorecido a su personaje durante todo este tiempo. Por eso, ayer Héctor fue la mejor versión de sí mismo. Y Luis Merlo habría sido el actor más remarcable de este episodio final si no hubiera sido por esos tres minutos finales que devoraron el resto del capítulo sin piedad. Pero todo a su tiempo…
La primera parte del capítulo fue, por entero, de Héctor. Primero, la espeluznante escena en la jaula. El momento en que, a través del vídeo, les confiesa a sus sobrinos su verdadera identidad estaba llamado a ser uno de los grandes momentos de la serie, y cumple por su parte. Luis está fantástico en la escena, y sabéis que yo no soy de las que le lanza flores por costumbre. Era fácil que en un momento así, pecara de su tendencia al exceso, pero está contenido y sentido, que era el objetivo. Por desgracia, no se puede decir lo mismo de la otra parte de la historia. A Martín Rivas, por mucha lágrima artificial que le pongan en los ojos, no consigue llegar a ninguna parte. Le ves llorar y te provoca la misma emoción que verle correr, saltar o comer. Ninguna. Para más inri, los gestos de los que están con él tampoco aportan demasiado a que nos impliquemos con ellos. Carol empieza a suponer un serio problema para el espectador, porque uno ya no sabe si es que el registro de Ana de Armas es realmente tan limitado como parece, o ésos extraños gestos tienen algo que ver con el empeño de los guionistas en que sigamos pensando que hay un traidor.
El otro gran momento de ésta primera parte del capítulo fue el encuentro entre Iván y Fermín en el pasillo. Siempre diremos que es una pena que se desaproveche la química que hay entre los dos no dándoles más escenas juntos, y ayer tuvimos la prueba de ello. Además, tuvimos el privilegio de verles en su salsa: Raúl interpretando a un Fermín lleno de ira, que es una de las emociones que mejor se le da. Y Yon metido en la piel del Iván más arisco, que es una de las características del personaje que mejor explota el actor.
Fermín se enfada y le canta la caña a Iván en un momento fantástico a nivel actoral y de guión, y nosotras, ingenuas, creemos que hemos recuperado al héroe romántico y que los que encerraron a María se van a arrepentir de haber nacido. Para rematar, Jacinta, voz de la conciencia del espectador, le recuerda a Fermín que él tampoco estaba allí para hacer nada cuando ella le ha necesito. Y vemos otra vez en él esa mirada que tanto nos dice, la del hombre torturado, enamorado y con ése toque violento. Pero en la siguiente escena, al cocinero se le ha pasado el cabreo y está cortando lechugas. Adiós coherencia, encantada de haberte conocido…
Fermín siempre ha sido un personaje dual, construido por dos vertientes: el infalible investigador y el hombre enamorado. Y éste último era el único capaz de hacer flaquear y derrotar al primero. Durante esta temporada, el guión ha ido desmontando la debilidad del héroe, y le ha dejado reducido a un elemento más de esta vorágine de nazis, organizaciones, enfermedades y visiones, con Rebeca como compañera de cada uno de sus movimientos. Vaya por delante que me gusta mucho Irene como actriz y su rol en la serie, pero creo que tanto personaje nuevo sólo consigue que no tengamos la oportunidad de profundizar más en los que ya tenemos, en la soledad de Héctor, de Fermín, de Iván… Esta temporada, no ha habido prácticamente ni una escena en la que les veamos solos sin que pase nada que afecte a la trama. Sólo por el placer de ver qué sienten. Ya no hay un Héctor que se sienta a pintar en su cama mientras llora, ni un Fermín que se agarra a unas sábanas vacías… Y eso se echa en falta.
La primera parte del capítulo toca a su fin con la enésima trama absurda de las niñas, que esta vez promete darnos lo de siempre: una situación increíble, con demasiados minutos y poco que aportar. Ojala algún día los guionistas entiendan que hace mucho que estas tramas dejaron de ser un alivio cómico para convertirse en una tortura psicológica para el espectador.
En la segunda parte de esta finale, volvemos a la carga con el tema de la enfermedad. Saúl le comenta a Fermín que la sangre hallada en el rey del tablero de ajedrez pertenece a alguien que ha sido alterado genéticamente para crear un sistema inmunológico infalible. Nuestro cocinero, en su línea, le pregunta a su jefe si han probado con la kriptonita. No sabemos si se refiere a la que le debieron exponer a él para que de repente, le importe un pimiento lo que le pase a cierta persona. Pero no volvamos al tema, que me enervo… Un momento después, Amelia se despide de Fermín en la única escena salvable de Marta Hazas en el capítulo de ayer. Porque aquí también hay tela que cortar.
La escena entre Amelia y su hermano estaba creada con el objetivo de impactarnos, de crear una situación altamente dramática que nos sacudiera los cimientos. Sin embargo, fue una misión casi imposible. Marta Hazas firma en este capítulo su peor actuación en lo que va de serie, incapaz de transmitir su desesperación, su pena, su dolor o su sufrimiento. La réplica de Adam Quintero tampoco ayudó demasiado. El personaje de Fernando ha sido, ya lo podemos confirmar, la gran decepción de la temporada. Sólo espero que lo que sea que le dijo a Carol al oído tenga algún sentido para la trama y volvamos a acordarnos de él por eso.
Eso sí, si tenemos que ser justos, la escena, a nivel de producción, fue impecable.
Asistimos también en esta parte a la tardía recuperación de Elsa como personaje, después de minarla durante dos temporadas con la llegada de Samuel y el efecto Noiret. Ayer volvimos a ver a la mejor Natalia Millán, más creíble de mujer con ánimo de venganza que de madre resignada. Intuyo que quizá, porque a Natalia le gusta más la primera Elsa…
En cuanto a Héctor, volvemos a lo que mencionaba al principio. El actor funciona, pero la réplica no. Ni Lola Baldrich ni Martín Rivas consiguen estar a la altura en sus dos escenas con Merlo. Aún así, me alegro de la continuidad de la primera por todo lo bueno que ha traído para el personaje de Héctor. El segundo, por desgracia, le quitó gran parte de emotividad a una escena que podría haber sido mucho más grande.
Rebeca, por su parte, le cuenta a Martín su poder. Y claro, el pobre huye cuan alma que lleva el diablo. Yo también lo haría. Repito que me gusta mucho Irene, y me gusta su personaje. Pero no convenía abusar tanto de ciertos elementos sobrenaturales. A mi personalmente no me molestan si están bien llevados, me gustó mucho en su momento, por ejemplo, la presencia del búho, porque era un elemento “esotérico” pero contenía un elemento poético, cierto sentimentalismo. Pero después de una temporada de fantasmas, la aparición de un niño con sueños premonitorios que para colmo, se hace pis en la cama; nuevos fantasmas y una investigadora que te toca y ve todo el mal que has hecho, el guión, y algunos personajes, empiezan a pedir un poco de mesura al respecto.
Julia se ha pasado toda la temporada centrada en la trama de un fantasma que se aparecía para darle una pelota. Sin embargo, en el último capítulo, el ente es capaz de cogerla del pie, lanzarla al agua, ¡y darle una llave! Y digo yo, ¿si hubiéramos empezado por ahí no nos habríamos ahorrado todo esto? A Dios gracias, la escena conduce después a la reconciliación entre Iván y Julia, recuperando parte del espíritu de su historia.
Continúa esta segunda parte la escena de Fermín, Camilo y Rebeca en la ermita. Poco que decir al respecto. La escena fue buena en emoción, en montaje y en guión. Me gustó especialmente Pedro Civera, y sé que echaremos de menos a este grandísimo actor. Eso sí, he de reconocer que me pareció demasiado extravagante eso de verle arder cuan falla valenciana.
Rematamos este apartado con una preciosa escena entre Héctor y Jacinta y la huída de Irene de casa de Saúl, hecho que más tarde, nos traerá la escena más bizarra y estúpida de la temporada.
Unos instantes después, vemos a Sandra Pazos entrar por la puerta del internado, mientras sus hijos y su hermano se preparan para irse. Como si de un fantasma se tratara, recorre pasillos y salas, sin cruzarse con nadie, sin expresar absolutamente nada. Aún así, todos entendemos que por fin, se producirá el reencuentro de Marcos y Paula con su madre. Sin embargo, Irene, que ha pasado ya por dos secuestros, un parto y no sé cuántas perrerías más, ve pasar a sus hijos sin hacer nada al respecto. Si alguien entiende por qué no debería considerar esta escena una tomadura de pelo y una soberana estupidez, que me lo explique por favor…
Mientras, su hermano, dispuesto a huir con sus sobrinos, es retenido a punta de pistola por ese personaje tan malo interpretado por un actor aún más malo. El rey de la baraja impide que Héctor se vaya y le dice que lo suyo, también es una historia muy larga. Por el bien de mi salud mental, espero que no lo sea tanto…
El papá amnésico de los Novoa, por su parte, se encuentra con su suegro en su casa mientras se come una lata caducada en una escena inenarrable a la que no tengo nada que aportar.

Llegamos así a la última escena de la serie, ésa que como dije al principio, terminó merendándose al resto del episodio. Una escena sublime en la que todos olvidamos, durante esos tres minutos, que la temporada había sido mediocre, que Iván sabía de todo por un fantasma, que no habíamos visto la escena en la que encuentra los papeles en el armario de Noiret… Todo, absolutamente todo, se disuelve cuando uno ve el rostro de ésa María resignada y llena de dolor. Cuando oyes la voz ronca de Iván llamándola por su nombre. A través de la incredulidad tan bien dibujada en la cara de Marta, mientras que la de Yon se refleja en el cristal, presa de un dolor que él sabe transmitir como nadie. Y crees que la serie acaba de alcanzar una especie de cenit cuando sus manos se tocan a través del cristal, pero no.
El éxtasis, a nivel de guión y sobre todo, a nivel actoral, llega cuando Iván descubre ese rastro de sangre en su mano, y acto seguido, baja la cabeza y cierra los ojos, en un plano como muy pocas veces hemos visto en la serie. Y en ese momento, Yon consigue que el espectador esté dentro de Iván, y en un segundo, entiendes que se muere, que está enfermo y lo sabe. Pero aún así, vuelve a levantar la cabeza y nos regala una sonrisa hermosísima y llena de dolor, mientras Marta Torné, sin una sola palabra, consigue hacernos partícipe de que María, encerrada donde está, es en ese instante más feliz de lo que lo ha sido nunca.
Simplemente indescriptible el trabajo interpretativo de los dos, y las posibilidades que la escena abre a nivel de tramas.
En resumen, dos grandes momentos, el de Héctor y, muy especialmente, el de Iván y María; varios momentos para olvidar, entre ellos la conversación entre los hermanos Ugarte y la llegada de Irene Espí al internado; y varios momentos tibios. Muchas tramas que se quedan demasiado abiertas y que hemos de suponer que sólo nos serán explicadas a través de flashbacks.
Para terminar, os pido mil perdones por lo extenso del artículo y os dejo ya con el vídeo de las escenas de Raúl en el capítulo, por cortesía también esta semana de Vampi.
Que lo disfrutéis. ;)