La obra de Boadella protagonizada por Raúl que aún puede disfrutarse en los Teatros del Canal sigue acaparando artículos y críticas positivas en la prensa. En este que nos ocupa hoy, Marcos Ordóñez revisa para el país lo mejor y lo mejorable de "Amadeu", y nos regala una crítica llena de sentimientos y sensaciones propias.
La obra sobre el músico Amadeo Vives es de lo mejor que ha hecho Boadella en años: auténtico teatro musical, con grandes ideas de dramaturgia y dirección, con un equipo de lujo (orquesta, solistas, coro) y un descomunal trabajo de Antoni Comas.
Empiezo por el final, un final que a muchos seguidores de Boadella les parecerá insólito. 1932. Amadeo Vives está agonizando en su cama. Le acercan un teléfono para que pueda seguir el estreno en el Apolo de Doña Francisquita. Vives lo intenta, pero hay demasiadas interferencias: prefiere imaginarlo. Cierra los ojos. Desciende de los telares una embocadura troquelada, casi de teatro infantil; el coro ataca, vibrante, el Canto alegre de la juventud que cierra la zarzuela. Un sacerdote le pide que rece con él y Vives reza un padrenuestro. En catalán. Un singular silencio, entre tenso y expectante, flota sobre el público del Canal. Vives dice: "Lo aprendí así. Es mi lengua materna".
Quizás esperasen una chanza de Boadella, pero el momento era, a mi entender, muy sentido, y purísimo. Como lo que viene a continuación. Un tenor, a la izquierda, comienza a cantar L'emigrant: "Dolça Catalunya / patria del meu cor...". A la derecha, una soprano arranca el Marabú de la Francisquita: "Ay que me mu, que me muero / San Juan de la Cruz". Las dos canciones, las dos lenguas, los dos sentimientos parecen unirse en una sola voz, una sola música. Una idea preciosa, clara y profunda, puro teatro musical, un género que Boadella mamó en su infancia y en el que ha debutado como si no hubiera hecho otra cosa. Hay torpezas antiguas: su inveterada tendencia a remachar el clavo, a explicar verbalmente, como sucede en el epílogo, lo que acaba de mostrar dramáticamente. Y hay tendenciosidad, para llevar el agua al no menos viejo molino. Bajo sus aspas, Vives se va a Madrid ("se ahogaba en Cataluña") y se convierte en "mofeta en su tierra", como diría Cabrera Infante. Boadella es de los que se niega a que la realidad desbarate sus teóricas, de modo que escamotea un dato fundamental: Vives murió en Madrid, pero su entierro en Barcelona, el 6 de diciembre de 1932, fue una impresionante manifestación de duelo, encabezada por el presidente Macià y las principales autoridades catalanas, que desbordó la Vía Layetana y el paseo de Gracia.
Mi abuelo, que tocó durante años en la compañía de Marcos Redondo, recordaba siempre aquel entierro con lágrimas en los ojos. A mí (teóricas aparte) se me han saltado las lágrimas varias veces viendo Amadeu, por el respeto y el cariño con el que Boadella ha tratado al personaje, por su amor a la zarzuela y por los grandes logros que alcanza: me parece la función más sobria y más inspirada que ha hecho en mucho tiempo. Hay, de entrada, una torrentera de música muy bien elegida e interpretada: los clasicazos (Doña Francisquita, Bohemios, La Generala), el soberbio trabajo de exhumación (desde el bolero Ay, maresita de La primera del barrio, con el que Vives comenzó su carrera, hasta la canción de las fumadoras de La Chipén), los himnos (L'emigrant, La Balenguera, y entiendo el término "himno" en un sentido profundamente sentimental, por encima de politiquerías, del mismo modo que, para mí, el Canto alegre será siempre el himno oficioso y perfecto de Madrid, de un "estado" del alma madrileña) y el Virolai (escuchado, otra preciosa idea, a través de una caracola de infancia), y fragmentos de Chapí (Vives se arrodilla ante La revoltosa), y hasta dos sonatas de Beethoven.
Como hay muchísimo que aplaudir y algunas cosas que retocar (en mi opinión), divido la crítica en dos columnas imaginarias: lo superlativo y lo mejorable. Superlativo: el sencillo y elegante espacio diseñado por Ricardo Sánchez Cuerda, con la orquesta en escena, al fondo; el piano en primer término, y un pasillo en medio para el movimiento escénico. Mejorable: el esquema dialogado, habitual en Boadella, que acaba haciéndose tedioso, aquí entre un joven periodista adicto al heavy (muy bien defendido por Raúl Fernández) y el aparecido Vives (ahora les cuento), con mensaje machacón y gracejerías baratísimas ("esta pierna se me ha quedado autonómica") a cargo del cojitranco reportero. Superlativo: el tentacular Antoni Comas, que interpreta de fábula a Vives (a mí me recordó a Terenci: la peluca rizada, las cejas mefistofélicas, la ternura y el sarcasmo), toca sin partitura y canta (pocos temas, lástima). Mejorable: el acento forzado (que ni Josep Pla) y el garabato físico (tenía brazo y pierna atrofiados, pero tampoco era Quasimodo). Superlativo: el retrato artístico y humano. Vives frenando los excesos retóricos de sus cantantes; inyectando en la música sus sentimientos más oscuros (el dolor por sus fracasos amorosos) en dos escenas antológicas: la romanza Por el humo se sabe dónde está el fuego, que canta como un eco de la voz del tenor, o el desdeñoso dúo de Fernando y Beltrana, que "mueve" como un maestro de marionetas (de nuevo, esencia de teatro musical: la canción revela personaje y hace avanzar la acción). Mejorable: la puerilidad de mostrar a Vives dirigiendo Bohemios mientras le bañan en dólares. Superlativo(s): la orquesta dirigida por Miguel Roa y Manuel Coves; el brillantísimo sexteto compuesto por Yolanda Marín y Auxiliadora Toledano (sopranos), Lola Casariego y Joana Thome (mezzos) y Francisco Corujo e Israel Lozano (tenores). Superlativo coral: obviamente, el Coro de la Joven Orquesta de la Comunidad de Madrid, dirigido por Félix Redondo y "movido" con imaginación y gracia por el coreógrafo (otro Superlativo para él) Ramón Oller. Tres momentazos (corales): cuando desperdigan las melodías de Vives (en dúos, en tríos) por las calles de Madrid (una idea digna del Trenet de L'âme des poètes); cuando se convierten en jauría reventadora de su primer estreno en la Villa y Corte; cuando muestran dónde están atados los hilos de los que tiraba la Generala en la Canción del arlequín. Superlativo Bis: la tan pasmosa como emotivísima escena en la que el coro, ante una enorme bandera cuatribarrada, demuestra que La Balenguera es pura pulsión telúrica (¿conocen algún otro himno que trate sobre las moiras que tejen el destino de los hombres?). Mejorable: el corolario "de aquellos polvos vinieron estos lodos", definitiva evidencia de que en el alma de Boadella coexisten un cosmonauta y un taxista.
La obra sobre el músico Amadeo Vives es de lo mejor que ha hecho Boadella en años: auténtico teatro musical, con grandes ideas de dramaturgia y dirección, con un equipo de lujo (orquesta, solistas, coro) y un descomunal trabajo de Antoni Comas.
Empiezo por el final, un final que a muchos seguidores de Boadella les parecerá insólito. 1932. Amadeo Vives está agonizando en su cama. Le acercan un teléfono para que pueda seguir el estreno en el Apolo de Doña Francisquita. Vives lo intenta, pero hay demasiadas interferencias: prefiere imaginarlo. Cierra los ojos. Desciende de los telares una embocadura troquelada, casi de teatro infantil; el coro ataca, vibrante, el Canto alegre de la juventud que cierra la zarzuela. Un sacerdote le pide que rece con él y Vives reza un padrenuestro. En catalán. Un singular silencio, entre tenso y expectante, flota sobre el público del Canal. Vives dice: "Lo aprendí así. Es mi lengua materna".
Quizás esperasen una chanza de Boadella, pero el momento era, a mi entender, muy sentido, y purísimo. Como lo que viene a continuación. Un tenor, a la izquierda, comienza a cantar L'emigrant: "Dolça Catalunya / patria del meu cor...". A la derecha, una soprano arranca el Marabú de la Francisquita: "Ay que me mu, que me muero / San Juan de la Cruz". Las dos canciones, las dos lenguas, los dos sentimientos parecen unirse en una sola voz, una sola música. Una idea preciosa, clara y profunda, puro teatro musical, un género que Boadella mamó en su infancia y en el que ha debutado como si no hubiera hecho otra cosa. Hay torpezas antiguas: su inveterada tendencia a remachar el clavo, a explicar verbalmente, como sucede en el epílogo, lo que acaba de mostrar dramáticamente. Y hay tendenciosidad, para llevar el agua al no menos viejo molino. Bajo sus aspas, Vives se va a Madrid ("se ahogaba en Cataluña") y se convierte en "mofeta en su tierra", como diría Cabrera Infante. Boadella es de los que se niega a que la realidad desbarate sus teóricas, de modo que escamotea un dato fundamental: Vives murió en Madrid, pero su entierro en Barcelona, el 6 de diciembre de 1932, fue una impresionante manifestación de duelo, encabezada por el presidente Macià y las principales autoridades catalanas, que desbordó la Vía Layetana y el paseo de Gracia.
Mi abuelo, que tocó durante años en la compañía de Marcos Redondo, recordaba siempre aquel entierro con lágrimas en los ojos. A mí (teóricas aparte) se me han saltado las lágrimas varias veces viendo Amadeu, por el respeto y el cariño con el que Boadella ha tratado al personaje, por su amor a la zarzuela y por los grandes logros que alcanza: me parece la función más sobria y más inspirada que ha hecho en mucho tiempo. Hay, de entrada, una torrentera de música muy bien elegida e interpretada: los clasicazos (Doña Francisquita, Bohemios, La Generala), el soberbio trabajo de exhumación (desde el bolero Ay, maresita de La primera del barrio, con el que Vives comenzó su carrera, hasta la canción de las fumadoras de La Chipén), los himnos (L'emigrant, La Balenguera, y entiendo el término "himno" en un sentido profundamente sentimental, por encima de politiquerías, del mismo modo que, para mí, el Canto alegre será siempre el himno oficioso y perfecto de Madrid, de un "estado" del alma madrileña) y el Virolai (escuchado, otra preciosa idea, a través de una caracola de infancia), y fragmentos de Chapí (Vives se arrodilla ante La revoltosa), y hasta dos sonatas de Beethoven.
Como hay muchísimo que aplaudir y algunas cosas que retocar (en mi opinión), divido la crítica en dos columnas imaginarias: lo superlativo y lo mejorable. Superlativo: el sencillo y elegante espacio diseñado por Ricardo Sánchez Cuerda, con la orquesta en escena, al fondo; el piano en primer término, y un pasillo en medio para el movimiento escénico. Mejorable: el esquema dialogado, habitual en Boadella, que acaba haciéndose tedioso, aquí entre un joven periodista adicto al heavy (muy bien defendido por Raúl Fernández) y el aparecido Vives (ahora les cuento), con mensaje machacón y gracejerías baratísimas ("esta pierna se me ha quedado autonómica") a cargo del cojitranco reportero. Superlativo: el tentacular Antoni Comas, que interpreta de fábula a Vives (a mí me recordó a Terenci: la peluca rizada, las cejas mefistofélicas, la ternura y el sarcasmo), toca sin partitura y canta (pocos temas, lástima). Mejorable: el acento forzado (que ni Josep Pla) y el garabato físico (tenía brazo y pierna atrofiados, pero tampoco era Quasimodo). Superlativo: el retrato artístico y humano. Vives frenando los excesos retóricos de sus cantantes; inyectando en la música sus sentimientos más oscuros (el dolor por sus fracasos amorosos) en dos escenas antológicas: la romanza Por el humo se sabe dónde está el fuego, que canta como un eco de la voz del tenor, o el desdeñoso dúo de Fernando y Beltrana, que "mueve" como un maestro de marionetas (de nuevo, esencia de teatro musical: la canción revela personaje y hace avanzar la acción). Mejorable: la puerilidad de mostrar a Vives dirigiendo Bohemios mientras le bañan en dólares. Superlativo(s): la orquesta dirigida por Miguel Roa y Manuel Coves; el brillantísimo sexteto compuesto por Yolanda Marín y Auxiliadora Toledano (sopranos), Lola Casariego y Joana Thome (mezzos) y Francisco Corujo e Israel Lozano (tenores). Superlativo coral: obviamente, el Coro de la Joven Orquesta de la Comunidad de Madrid, dirigido por Félix Redondo y "movido" con imaginación y gracia por el coreógrafo (otro Superlativo para él) Ramón Oller. Tres momentazos (corales): cuando desperdigan las melodías de Vives (en dúos, en tríos) por las calles de Madrid (una idea digna del Trenet de L'âme des poètes); cuando se convierten en jauría reventadora de su primer estreno en la Villa y Corte; cuando muestran dónde están atados los hilos de los que tiraba la Generala en la Canción del arlequín. Superlativo Bis: la tan pasmosa como emotivísima escena en la que el coro, ante una enorme bandera cuatribarrada, demuestra que La Balenguera es pura pulsión telúrica (¿conocen algún otro himno que trate sobre las moiras que tejen el destino de los hombres?). Mejorable: el corolario "de aquellos polvos vinieron estos lodos", definitiva evidencia de que en el alma de Boadella coexisten un cosmonauta y un taxista.
Fuente
2 comentarios:
bastante tela que cortar en cuanto a comentarios lleva el espectáculo de amadeu, seguro que o lo odias o lo adoras, no puede ser una obra que te deje indiferente.
En esta obra el nacionalismo catalan da mucho que hablar,me parece a mi, lastima no conocer un poco mas de la vida de Vives para disfrutarla un poco mas.
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